lunes, 10 de mayo de 2021

Rapáz

 Me crucificaron, no recuerdo por qué. 

Después de una agonía, tal vez eterna, ya no sentí dolor.

Vinieron las aves. Nosotras éramos varias, algunas ya muertas. 

Ya nadie gritaba. 

Sólo algún viajante supo que moríamos allí sin saber cómo vivimos, sin detener su paso. Morimos anónimas. 

Vinieron las aves. Quedé sola. Mi boca estaba resquebrajándose por el sol de ese desierto, ya no sudaba, no me quedaba agua en el cuerpo. 

Era un festín. Aunque muchas -al menos las que había alcanzado a ver mientras me ataban y las que conocía- apenas llevábamos carne sobre los huesos cuando nos levantaron sobre estas cruces precarias, que hedían a sangre seca, heces y orín. 

Vinieron las aves, ellas sabían de ese lugar, lo vigilaban.

Se acercaron algunas, sin cautela y sin  apuro. Comenzaron a picotear mis brazos.

No sentía dolor, nadie gritaba. 

Había escuchado tus gemidos a lo lejos, había llorado por nosotras. Hacía mucho que ya nadie gritaba, no sé cuánto. 

...

Entonces regresaste, como una de esas aves. Y comenzaste a picar mis senos. Me arrancaste el pezón, el del corazón, en dos movimientos gáciles. 

Te reconocí y te permití alimentarte. Te movías ansiosa y extasiada, como recién nacida, como moribunda. Como lo habías estado casi toda tu vida a mi lado.

Saciabas todas tus hambres.

Cada desgarro era un goce celestial. Solo te miraba a vos.

Continuaste escarbando pero antes de que llegases a mi corazón ya quieto, me fuí.

...

Un instante antes, entendí que ese ave también era yo. 

Y las otras. 

Y las mujeres que habían sido abandonadas conmigo. Todas éramos todas.

Te agradecí y me fuí.


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